El ambiente era tenso. Mirase donde mirase veía caras de resignación. Paró en seco en plena calle, nada importaba en ese momento. Nada excepto el por qué. El por qué se esas caras. El por qué de esa nueva ciudad, muerta tras la dura corteza que aparentemente la rodeaba. Pensó. Pensó en las guerras de las noticias diarias, en las injusticias que rodeaban la vida y en esas próximas elecciones que, por lo que se rumoreaba, cambiarían todo para mejorarlo.
Siguió observando. Esta vez reparó en los ojos, en los sentimientos. Se asustó. Deseo, esperanza, traición, pasión, sinceridad, preocupación, insatisfacción, crueldad, temor. Asomaban por todas partes. Vió recuerdos y tristeza, pero también sonrisas de tiempos pasados. Tal visión la apenaba. No comprendía por qué la gente había dejado de creer en la felicidad.
Por su mente pasaron los recuerdos de otras épocas mejores. Épocas en las que los ancianos paseaban agarrados del brazo, los amigos salían de cañas una tarde de sábado y las parejas paseaban por la acera agarradas de la mano, fantaseando con sus perfectos futuros. Este recuerdo le hizo sonreir.
Hasta que lo comprendió. La gente, la sociedad... no eran felices. Los problemas y las preocupaciones les habían sobrepasado, para siempre. Ellos lo sabían. Ya no había solución.